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A Irene Santervás Gutiérrez le cambió la vida de la noche a la mañana. Y la expresión es literal. Tenía 27 años y un futuro prometedor. Licenciada en Telecomunicaciones en la Universidad de Cantabria, llevaba dos años trabajando en Mundivía. Sin poder contener las lágrimas recuerda su último día antes del ictus. «Volví a casa después del trabajo tan normal, cené, me dormí y al despertar solo tenía una pregunta en la cabeza: ¿Qué me pasa?». Su pareja, René, llamó de inmediato al 112. Era la Nochebuena de 2009, el comienzo de una laguna de dos semanas. «No me acuerdo de nada. Ya había pasado Reyes cuando salí del coma, sin poder hablar, con la parte derecha de mi cuerpo totalmente paralizada y la cabeza rapada». Un golpe brutal. «Yo no era consciente de lo que me había pasado. Cuando te das cuenta, te vienes abajo. Es muy duro. Al rememorarlo, me cuesta un triunfo no llorar. Me angustiaba saber lo que quería decir, porque estaba consciente, y que la gente no me entendiera. Es muy frustrante. Una impotencia tremenda».
Durante año y medio estuvo yendo a rehabilitación (logopeda, fisioterapeuta, terapia ocupacional...). Poco a poco logró dejar la silla de ruedas y volver a caminar. «Vanesa y Mario, de la Escuela Gimbernat de Torrelavega, me han ayudado muchísimo, y siguen haciéndolo a día de hoy». Todavía lleva un corrector en su pierna y recibe una sesión semanal de fisioterapia. Le costó a asumir la información que se borró de su memoria. «Tengo dificultades con los números y las cuentas». No obstante, admite que puede sentirse «hasta privilegiada» porque ha recuperado la palabra –aunque los nervios y la emoción la hacen titubear– y, sobre todo, las ganas de mantenerse activa y tirar para adelante.
«Cuando no estoy en confianza, me trabo. Siento que me hago chiquitita», apunta. Pero a sus 35 años, y después de tomar la decisión de salir del «aislamiento al que te lleva la incomunicación», mira al futuro al al frente de la Asociación de Afásicos de Cantabria (ASA). Desde este verano es la nueva presidenta de la entidad –su antecesor falleció en enero–, desde donde quiere luchar «para que la sociedad sepa que no somos bichos raros, que no picamos, que nuestro problema es que no podemos expresar lo que queremos decir, pero si nos hablan despacio y con paciencia nos podemos entender. Somos personas normales», recalca.
La primera vez que se acercó a la asociación admite que se asustó. «Vi que era todo gente mayor, y me veía fuera de lugar». Pasó un tiempo hasta que la casualidad quiso que se cruzara por la calle con Mari Cruz Rodríguez, una de las voluntarias, que le animó a participar. «Ella me dijo que me vendría bien conocer a gente en mi misma situación y compartir experiencias. Vine y me quedé. Estoy encantada», dice al finalizar la sesión de psicomotricidad inclusiva, donde Alba Aja incentiva el movimiento del cuerpo a través del juego.
«La asociación me ha ayudado a darme cuenta de que somos útiles. Cuando te ocurre esto hay gente que se cansa y desaparece de tu vida, pero a la vez te encuentras con personas que se convierten en importantes apoyos. El gran pilar es la familia, sentirse querida. Mis padres y mi pareja han sido fundamentales para mí, me han empujado para llegar hasta aquí, dar ejemplo y reivindicar la integración social», explica.
Ese es el reto con el que asume la presidencia de la asociación: «Hacer todo lo que pueda y más para que las personas con afasia encuentren su sitio en la sociedad». En la actualidad, ASA cuenta con una veintena de socios, y cada vez son más las personas derivadas desde Valdecilla, una vez termina el periodo de rehabilitación. Se estima que una de cada mil personas sufre afasia, es decir, pierde la capacidad de comunicación habitual al sufrir una lesión cerebral.
Pero el apoyo de la entidad abarca no solo a pacientes sino también a aquellos que son sus ojos, sus manos, sus piernas... familiares convertidos en cuidadores, ejemplos de generosidad y entrega. «Para ellos también es muy duro de asimilar. Como hija única, mis padres se volcaron conmigo, disimularon su dolor y aguantaron el tipo hasta que empecé a reflotar, entonces les vino el bajón, pero no han dejado de pelear por mí ni un minuto», confiesa Irene.
FUENTE: El DIARIO MONTAÑÉS